Las profundidades
Siempre me ha dado miedo el mar. En realidad, no se si es miedo al mar o al hecho de que el mar sea un mundo aún tan desconocido y misterioso para el ser humano, no saber dónde te estás metiendo o con qué te vas a encontrar ahí abajo.
Siendo pequeña, tuve la suerte de poder ir de vacaciones a la playa con mi madre y mis abuelos prácticamente todos los veranos. En aquella época no era necesario reservar un apartamento. Todo era mucho más improvisado y eso hacía que nuestras vacaciones fueran una aventura nueva cada vez porque no sabíamos dónde nos íbamos a alojar hasta que nos plantábamos allí.
Nos montábamos en el Seat 124 blanco de mi abuelo, éramos 6: mi madre, mi hermano y yo en el asiento de atrás, mis abuelos en los de delante y Canela, la perrita de mis abuelos y el primer can que entró a formar parte de mi vida y que abrió la puerta a todos los peluditos que me han estado acompañando y de los que hablaré en alguna que otra ocasión.
Poníamos rumbo a la costa del azahar, elegido destino por excelencia entre los madrileños, en concreto a Gandía, como era de esperar...¿es que hay alguien en toda la península que no haya estado allí alguna vez? El viaje, amenizado por la cinta de casette preferida de mi abuelo que incluía éxitos de Rocío Dúrcal, Ana Belén y Víctor Manuel, Miguel Ríos y Paloma San Basilio, era divertido y no tengo ningún recuerdo de que el camino se me hiciera largo en ningún momento.
Mi abuelo aparcaba el coche y bastaba con dar unos cuantos pasos calle abajo para encontrar alguna oficina de alquileres vacacionales, entrar, preguntar, firmar, pagar y recoger las llaves. Tan fácil como eso.
Ahora sólo tocaba disfrutar de la playa, jugar con las olas y la arena, hacer sopas de letras y por las noches buscar el alivio del calor estival en la brisa levantina recorriendo el paseo marítimo para después poner el broche final con una copa de 4 bolas de helado en la Jijonenca. Recuerdo cuánto disfrutaba mi abuelo de ese momento, desde la primera cucharada hasta la última.
Un año, me picó una medusa. Era pequeñita, pero matona. Empecé a gritar en el agua y mi abuelo se levantó de un salto de la silla plegable y en un periquete me cogió en brazos y me llevó a la caseta de la cruz roja que había a tan sólo unos metros de la zona de baño. Allí me aplicaron una pomada y me dijeron que sólo era una rozadura, lo que tranquilizó significativamente a mi madre que pensaba que me había arrancado medio brazo a juzgar por mi reacción desmedida.
Ese capítulo, que ahora cuento en forma de anécdota cómica, junto con el visionado de la película Tiburón de 1975, hizo que bañarse en el mar, que hasta entonces era una gozada, se convirtiera en un titubeo constante cada vez que metía los pies en el agua. Pasé a un estado de alerta perpetuo, sólo era capaz de barrer con la mirada todo lo que flotara, nadara o estuviera posado bajo la superficie.
Por eso, años después, decidí que era hora de dejar todos esos miedos atrás y me hice un curso de buceo recreativo. De entrada, durante las clases teóricas, todo ese mundillo despertó mi interés de inmediato. El montaje y funcionamiento de los equipos, el lenguaje por señas, conceptos que hasta ahora nunca había utilizado en mi día a día, como barómetro, atmósferas, reguladores, octopus, descompresión, jacket, tráquea, escarpines y un sin fin de términos y bártulos más destinados a brindarte la posibilidad de adentrarte en la inmensidad del Gran Azul, ese mundo misterioso y desconocido.
En mi primera inmersión, el instructor me tiró del barco. Y, ¡cuánto se lo agradecí! Estaba tan nerviosa que todo se me vino a la cabeza a la vez, mi experiencia pasada en la playa, la película, los riesgos que habíamos aprendido en las clases teóricas y el mareo del barco. Nada mejor que una zambullida en agua fresquita para apaciguar y despejar la mente.
Después, todo fue como la seda, desde el momento en el que metí la cabeza bajo el agua y empecé a observar el fondo marino. Un festival de vida y colores que pasa inadvertido para los ojos de los de secano, acompañado de la más acogedora y gratificante sensación de ingravidez. Todo se detiene durante los 40 minutos que dura la inmersión, la vida pasa a cámara lenta, en calma, no hay prisa, escuchando el burbujeo del aire al salir del regulador, contemplando pequeños bancos de peces que, con una curiosidad recíproca, se acercan aleteando y te hacen un quiebro para seguir su camino, y es ahí cuando te das cuenta del milagro de la naturaleza y de que nada malo te hará si tú no le haces mal a ella.
Para los buceadores como yo, el respeto es la máxima autoridad cuando estamos ahí abajo. Sólo estamos ahí para aprender y enriquecernos. Es una experiencia única que recomiendo a todo el mundo, al menos una vez en la vida, y que sirve entre muchas otras cosas para parar un instante y reflexionar sobre dos cuestiones estrechamente vinculantes: lo pequeños que somos en este gigantesco y descuidado planeta en el que vivimos, y lo grandes que pueden llegar a ser las acciones que emprendamos para preservarlo.
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